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13 diciembre, 2013

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   Se despertó en puro sudor. Sentía dolor por todo el cuerpo que le abrasaba como lenguas de fuego. Bueno, en realidad, no por todo el cuerpo; no era capaz de notar ni mover sus extremidades inferiores pese a intentarlo con todas sus fuerzas. Y por mucho que se esforzaba tampoco conseguía elevar el tronco superior. Tal era su concentración que, en un primer momento, no se dio cuenta de dónde estaba. El profundo dolor no le permitía ver con nitidez la sala pero por las formas de las cosas que le rodeaban, supuso que se encontraba en un hospital; la incomodidad que sufría se lo confirmó. Aparentemente era de día, ya que unos finos rayos de sol se filtraban por las rendijas de los estores. No había nadie más allí. La cama de al lado estaba vacía y sin usar. Así que, tan solo podía esperar mirando al techo, buscando alguna cosa que le hiciera perderse en sus pensamientos.
La puerta de vidrio se abrió estrepitosamente sin provocar ningún sonido incómodo gracias al protector de goma que estaba pegado a la pared. De ella, salieron dos figuras con semblante preocupado; esa preocupación que solo puede ser expresada por un padre o una madre. Los sollozos de la madre ahogaron el sepulcral silencio que imperiaba en la habitación consiguiendo despertar así, a la persona que reposaba en la cama boca arriba.
Sus caras, aunque mostraban alegría, ocultaban una inmensa pena. Se lo había notado al momento, pero no habría sido nunca capaz de averiguar que se trataba de eso. En todo momento, sus voces fueron conciliadoras, refulgentes de ánimo pero no lo revelaban todo; se había dado cuenta. Pese a todo, se alegró de verlos. Ni sabía cuanto tiempo había estado sin estar con ellos. Tampoco lo recordaba. Necesitaba hacer muchas preguntas y recibir muchas explicaciones. Había comenzado con mucha pausa y lentitud porque le costaba vocalizar. Vio sus sonrisas de emoción seguidas de un intercambio de miradas entre ellos que daban una aproximación al tipo de respuesta que se estaba aproximando. Fueron honestos pero con reticencias. Había sido un duro accidente por lo que había permanecido varios días insconciente en el hospital, según le contaron. En ese instante, había entrado el médico. Sus padres se pusieron a su lado y dejaron que el médico trasmitiera lo más difícil. El coche había aplastado sus dos piernas y no se había podido hacer nada. La madre había roto a llorar. Las lágrimas liberaron una pequeña parte de la tensión acumulada.

Recordaba todo con nitidez. Ahora, unos años más tarde, estaba en lo más alto de la elite deportiva y solo podía pensar en la frase final de aquel doctor: “no es el fin del mundo. A veces, dar pasos de gigante no significa que seamos grandes, sino que nos hemos esforzado mucho. Lucha”.

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